La casa 29 vuela a mi mente mientras cierro los ojos y respiro profundamente.
El abuelo acaba de dar el último brochazo y la fachada reluce blanca como la espuma que hacen las olas al romper en la orilla. Los marcos de las ventanas y la puerta un azul intenso como el de sus ojos. Unas caracolas que cogimos el verano anterior dan la bienvenida al que cruza el umbral.
Me siento a salvo.
Despierto de la siesta y busco al abuelo pero no ya no está. No me hace falta ninguna nota para saber dónde se encuentra. Cojo la mochila y un par de trozos de pan y queso.
En las rocas más alejadas se dibuja la silueta de un hombre, es el abuelo. Su refugio y mi lugar de paz.
Sentados uno junto al otro comienza a narrar algunas de las historias que el mar esconde, las voces que ha intentado callar, los amores que susurran las caracolas mientras yo, como de costumbre, me quedo embobada con cada sílaba que pronuncia.
Tiene un don para convertir una tragedia en la más gloriosa de las historias. Para camuflar el dolor en alegría con la mejor de sus sonrisas pero yo sé que cuando mira al horizonte sigue buscando a María.
Continuamos con la pesca un ratito más, pero esta vez callados, concentrados en la puesta de sol que ese día nos está regalando. La brisa acaricia mi tez de forma sutil. Me echo sobre el hombro de mi abuelo y él me abraza con su alma, no necesitamos decir nada, solo dejar que las lagrimas se vuelvan sal y la sal, heridas cerradas.
La casa 29 observa nuestros movimientos. Almacén de todos los recuerdos. Totem de una familia.
Cuando abro los ojos me encuentro una realidad muy diferente. La brisa es un golpe de aire acondicionado demasiado bajo y la puesta de sol un fluorescente que cada día odio más. Suspiro y la nostalgia me invade. Este no es mi sitio.
Las carcajadas se han convertido en sonrisas forzadas, las largas conversaciones en saludos por compromiso. Y yo solo busco ese horizonte que me indique el camino para salir.
Otro golpe de frío hace que un escalofrío recorra mi cuerpo y mientras cojo la cazadora saco el móvil para llamarle.
–¿Quién es?
–Abuelo, soy Lucía. Necesito verte.
Gracias por dejarme besarte con letras.